lunes, 1 de septiembre de 2008

Atropello


Los falsos y los verdaderos retenes

Ambos matan la tranquilidad

Silvia Núñez Esquer

Saliendo de Sinaloa hacia el norte, los retenes son parte del paisaje urbano. Después de pasar por algunos puntos de revisión, incluso algún tramo con sólo diez minutos de diferencia entre uno y otro, éste fue el que hizo la diferencia: Por su ubicación, por su modus operandi, por su anonimato al subirse al carro, por el trato de los policías hacia los pasajeros y por su inesperada reacción a una actitud natural de quien regresa de vacaciones: la toma de fotografías.

Todos los retenes vistos antes, incluidos los dos del ejército mexicano, tienen algún protocolo. Los soldados envían a bordo a un vocero que recita sin soltar su arma larga: “señores pasajeros les pedimos su colaboración para revisar el autobús. Para ello se tienen que bajar, las personas que traigan niños pequeños se quedan arriba, así como las personas de la tercera edad. Todos los demás bajen por favor para realizar la revisión, disculpen las molestias”.

Pero este retén era diferente. Nunca avisaron que revisarían, sólo subieron seis personas vestidas de negro, con olor que reflejaba varios días de trabajo y calor, todos empuñando un desarmador eléctrico amarillo en una mano, y linterna y cincel en la otra. Los vemos actuar, rápidamente se distribuyen a lo largo del autobús y comienzan a desmantelarlo.

Los techos ceden rápido ya que están asegurados con tornillos que pronto son soltados con el aparato destornillador. Vemos pedazos de techo, de paredes y hasta la papelera del baño, que sale completa con sus desechos humanos, al ser despegada por fuera del mismo. Va a dar al lado del codo de un pasajero, quien sorprendido observa los pedazos de papel sanitario usados cerca de su vista.

Nadie explica nada, todos observamos la operación con la esperanza de saber de qué se trata. Los bebés empiezan a chillar, los 47 grados los hacen respingar. Un adulto mayor se queja de que se siente mal por el calor. Nadie pregunta si traemos agua, si hemos comido, o si alguien sufre por la temperatura extrema. Tampoco nosotros preguntamos. Sin confesarlo, el temor se apodera de nuestra curiosidad, acallándola.

Pasa media hora, el equipo de hombres de camiseta, pantalón y gorra negros, sin logotipo ni identificación, bajan del autobús, sin dar explicaciones. Creemos que el transporte arrancará en cualquier momento, cuando una escalera metálica portátil es recargada en el carro para que uno de los agentes pueda subir al techo a inspeccionar.

En tanto, esta reportera decide tomar nota para conformar una queja y enviarla a las Comisiones de Derechos Humanos Estatal y Nacional. Empieza a tomar fotos, de los agentes que conversan en grupo, algunos de ellos sentados en la caja de un pick up, otros hacen corrillos para platicar. Mientras, varios autobuses de otras líneas pasan no sólo sin ser revisados, sino se les otorga una total indiferencia.

De pronto, uno de los hombres de negro sube y va directo al asiento número 20 y pregunta: “¿estaba tomando fotos?”, sí, tomé algunas, -contesto-. Sin responder sale del autobús. No pasaron cinco minutos y regresa para solicitar: “Dice el licenciado que baje por favor”, ¿qué licenciado? –Pregunto temerosa-, “pues el licenciado… el Ministerio Público” –dice bajito, casi sonriendo-. ¿Es por las fotos? –indago-, “pues sí, creo que sí”, -responde el emisario-.

Por mera autoprotección e intuyendo que si hay testigos puedo estar protegida, le contesto: dígale que si necesita hablar conmigo, suba él por favor. “Es que está abajo”, -insiste-, por eso, porque está abajo, dígale que suba por favor –trato de razonar con él-. Se baja en silencio tal como subió. Mientras entrega el mensaje, dos pasajeros azuzan: “¡no se baje oiga, que él venga!”, me grita uno, “¡Todos a tomar fotos con los celulares!”, atiza otro. Me siento apoyada y espero la extraña visita.

Un Agente del Ministerio Público Federal, sube al autobús número 4085 de Transportes y Autobuses del Pacífico TAP. Viene a investigar por qué una pasajera tomó fotos del retén, aparentemente de la Procuraduría General de la República PGR, ubicado en el entronque para tomar la carretera con caseta de cobro a Ciudad Obregón, y la de Navojoa libre.

Es obvio que se trata de un retén tipo volanta ya que no hay letrero, ni tampoco infraestructura para bajar al pasaje mientras se hace la revisión. Es miércoles 30 de julio, pasan de las 3 de la tarde y la temperatura castiga con 47 grados. El autobús había salido de Guadalajara con rumbo a Tijuana la noche anterior justo a las 12, cuando en esa ciudad caía una tromba que causó destrozos sin que impidiera la corrida programada.

Las y los pasajeros permanecen expectantes, ya que el movimiento parece un operativo para investigar sobre un acto ilegal. El MP no sube solo, atrás de él se ven otras personas que visten como él, y otros más de los primeros agentes que subieron a realizar la revisión minuciosa que todos presenciamos hacía algunos minutos.

“¿Cómo están?” pregunta tratando de mostrar cortesía, llegando directo al asiento número 20. Repasa con la vista a los pasajeros que le responden “bien, con mucho calor”. Sí, -comenta- ahí afuera está como a 50 grados. Sin embargo, su camisa blanca, limpísima y planchada, contrasta con los uniformes de quienes tenían el objetivo de buscar entre los pedazos de autobús, algo que nunca encontraron.

Atrás de él una mujer limpia el sudor mezclado con lágrimas, a su bebé que grita de calor. Aprovecho y clavo la mirada en el logo de su camisa: PGR, Procuraduría General de la República, “entonces son de la PGR”, pienso. Pasa libremente un autobús de la compañía Mayitos y el MP me da la mano, pregunta: “¿es reportera?” sí, contesto, y haciendo lo que más acostumbra interroga: “¿de qué medio? ¿De qué temas escribe?” de inmediato respondo: “De lo que veo, de lo que oigo”.

Apurado pasa por el lado un autobús de Tufesa, y me pregunta: “¿en qué medio trabaja?”, en una revista y en Radio Universidad, le contesto. Ah “¿trabaja en la Universidad?”, pregunta con gusto, luego de lo cual se suelta comentando: “Pues ya ve, aquí haciendo nuestro trabajo. ¿Y las fotos?” insiste, Es que voy a escribir de esto, y de cómo hacen ustedes su trabajo, y requiero ilustrar con fotos, le explico.

Otro hombre de camisa blanca y los del destornillador eléctrico observan, “Ya ve cómo están las cosas”, se justifica el MP. Pasa un autobús turístico de Guasave. Abajo, sus compañeros saludan al conductor amigablemente levantando la mano en señal de que puede pasar. Sin verme de frente, el MP echa un vistazo a los demás pasajeros mientras continúa explicándome como si fuera una entrevista concertada con anterioridad a bordo de un autobús al que le falla la refrigeración.

Cuando se pone a mis órdenes, en una pausa practico lo que también sé hacer y pregunto: “¿cuál es su nombre?”, Francisco Sárate, se presenta. Y así, a las 3:40 de la tarde del 30 de julio, el MP que decidió subir al autobús TAP a indagar por qué una pasajera se interesó en tomar fotografías de un grupo de hombres de negro comandados por uno de blanco, terminó la conversación.
Nunca sabremos por qué preocupa tanto a las autoridades que la ciudadanía se interese por su forma de trabajar. No podremos saber por qué el temor a ser observados en sus quehaceres cotidianos. Tampoco podemos saber por qué se dejaron pasar tres autobuses libremente mientras justo este carro fue desensamblado para buscar lo que nunca encontraron.

Lo que es obvio, es que los derechos humanos pasan a segundo término. En el TAP desensamblado varias personas pudieron haber salido perjudicadas en su salud, dadas las condiciones climáticas. Mientras soñamos con el sistema de canes amaestrados para detectar drogas, que nos pasen olfateando de lado sin manosearnos y sin atropellarnos como sucedió el 30 de julio, los retenes falsos o reales, siguen matando, como a los pasajeros del 4085, nos mataron la tranquilidad.

*Publicado en Revista Así, Segunda quincena de agosto 2008

1 comentario:

Vera dijo...

A lo mejor ese es el grandioso combate al narcotráfico por el que algun@ que otr@ le reconoce algo al presidentillo. Qué bueno que no te bajaste.