Silvia Núñez Esquer
La marcha feminista más grande de la historia de Sonora
donde participaron solo mujeres, ocurrió este domingo 23 de febrero.
Nunca como ese día, vimos una marcha enérgica, potente,
decidida, donde estaban conectadas desde la primera joven, hasta la última de la
marcha.
No fueron decenas, ni cientos de mujeres, esta vez fueron
miles. Muchas para una ciudad que nos han querido hacer creer es “conservadora”, ante los temas incómodos.
En un contexto donde el 2019 cerró con 117 mujeres
asesinadas, 41 de los casos clasificados como feminicidios, la presencia
vigorosa de las jóvenes universitarias y preparatorianas, nos confirmó que el
relevo generacional ya está aquí.
Ellas decidieron marchar, protestar, gritar su coraje y rabia
por tantas asesinadas impunemente, por la violencia sexual de la que ellas
mismas son víctimas diariamente.
Las vimos llorar cuando las oradoras del mitin por fuera del Supremo Tribunal de
Justicia hablaban de cómo las mujeres vivimos resistiendo y defendiéndonos de
las violencias desde que nacemos, hasta que morimos.
Y es que muchas de ellas se sintieron identificadas,
recordando cómo les sucedió a ellas, cómo tuvieron que resolverlo a veces
solas, y a veces comiéndose la rabia, masticando la dignidad pisoteada por el
machismo encarnado en los hombres de su familia, en un maestro, en un sacerdote
o pastor, en un profesionista de la salud, o en cualquier hombre que se tope en
su vida.
Quién mejor que las jóvenes para hablar y testimoniar la
violencia, si son ellas las que la viven a cada minuto.
El domingo llegaron confiadas en que podrían explayarse y dar a
conocer su postura sobre el momento que se está viviendo en México y Sonora,
donde los cuerpos los están poniendo las
mujeres, no solo para ser asesinadas, sino para erosionar sus vidas,
enfermarlas y convertirlas en permanentes sobrevivientes.
Todas tienen alguna anécdota o pasaje de su vida donde
acumularon alguna vivencia de agresión machista que si bien a ellas no las
mató, sí las convirtió en seres distintas, sin posibilidad de ser completamente
libres de sus actos, de sus vidas, de sus cuerpos.
Una hora antes de la cita para el inicio de la marcha, otra
manifestación habría de realizarse en el mismo lugar, pero no tuvo éxito.
Fue la familia de Paloma, la pequeña de 14 años que fue
privada de su libertad y después asesinada en diciembre pasado, y que desde que
encontraron su cuerpo, la madre aseguraba que era ella, pues conocía de sobra
su ropa y a su hija, como solo las madres suelen conocerlas.
Pero fue hasta la semana pasada cuando las autoridades
correspondientes dieron a conocer los resultados del examen de ADN que
confirmaba lo que la familia ya sabía, era Paloma, su pequeña Paloma.
Ellos convocaron en Facebook, pero la invitación se perdió
entre tantas publicaciones similares. Triste y decepcionada su mamá se retiró
de las escalinatas a llorar la muerte de su querida hija, y la indiferencia de
la sociedad para con las víctimas de feminicidio.
Una amiga de la familia nos contó que se convocó a sus
compañeritas de Secundaria, pero no fueron, tuvieron miedo de manifestarse.
Solo una se presentó, y no quería saber
nada de que la identificaran con el caso.
Las mujeres vivimos con miedo, eso es parte de la violencia
estructural avalada por toda la sociedad y reproducida desde las instituciones.
La histórica marcha feminista partió ese domingo de acuerdo
a las instrucciones de las organizadoras, pero fue la pos marcha la que dio
paso a un sinfín de comentarios de criminalización. Acusaciones de “vándalas”, “agresoras”,
“violentas”, hasta el término “encapuchada” utilizado como sinónimo de algo
negativo.
Un switch apagó la luz, y encendió la rabia. En el mitin la iluminación de un edificio
público se acabó, y el coraje apareció. Con sus celulares las asistentes ofrecieron
un “Te doy mi luz”, para que pudieran seguir leyendo los pronunciamientos y
ejecutar un performance alusivo al feminicidio.
De pronto, aparece la conciencia de que la luz apagada es
parte de la obstaculización para garantizar la libertad de expresión y
manifestación.
No es normal que a esa hora apaguen la luz, al contrario, se
enciende para permanecer resaltando los detalles arquitectónicos del edificio
judicial.
Lo que si se ha
normalizado es acallar las protestas, así lo hizo el anterior gobernador
negando el acceso no solo al palacio de gobierno durante seis años a colectivos
de activistas, sino a la explanada frontal del mismo, al instalar unas
poderosas bocinas en las que se subía el volumen por sobre el nivel de las consignas
de los grupos, para reafirmar: “No te veo, no te oigo”.
Así fue con las jóvenes feministas en el Poder Judicial: “No
te veo, no te atiendo, no te escucho, y además te corro”.
El tacto institucional falló. La tensión fue mayor a la
paciencia de las jóvenes hartas de la violencia machista, resolvieron que
podían exigir que les encendieran la luz y si no, lo harían ellas mismas. Eso
es lo que sucedió, entraron por la luz, su luz, para nunca más dejar que se
las quiten. Ahora ya las conocieron,
falta que las escuchen, que no las ignoren, ahora ya lo saben.
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