Ignoro la razón por la cual estoy aquí esta noche, usurpando el lugar
de un conocedor del quehacer literario (como tanto les gusta decir a
los intelectuales), siendo que no soy una persona muy versada en el
análisis de la estructura y la calidad propias de un texto que alcanza
el privilegio de materializarse en un libro impreso.
No soy un
gran aficionado de hablar en público, de hecho, excepto cuando he tenido
forzosamente que estar frente al público en algún evento propio,
siempre he preferido que sean otros quienes tomen la palabra y se
regocijen en convertirse en el centro de la atención.
Por eso me
quedé de lo más desconcertado cuando Clarita Lucero me aclaró que me
estaba invitando, literalmente, a la presentación de su libro. No como
público: como presentador. Normalmente habría declinado amablemente,
pero esta vez no podía hacerlo. Y no necesité pensarlo. Esto es
diferente. A Clarita nunca le podría decir que no en un caso así.
Cuando terminé de leer Historia de un lucero,
comprendí que mi relación con este libro no era la de lector, sino la
de testigo. Caí en cuenta de que varios eslabones de mi propia historia
personal se entrelazaban suavemente con la historia que Clarita le
contaba a su nieta Cinthia.
Así, pues, leyendo cada una de sus
peripecias y la cercanía de sus anécdotas, tuve la certeza de que el
encuentro iba a ser inevitable. Teníamos que conocernos, estaba
predestinado. Por eso creo necesario recurrir a unas cuantas
referencias.
En el verano de 1979 hice mi primer intento por publicar mis trabajos en un periódico. Fui a El Imparcial y a Información
y en ambos me dieron respuestas muy parecidas. No creían que fuera el
autor de esas caricaturas y, aunque sí lo fuera, no podría tener la
madurez y la disciplina para hacer el cartón diario. Hasta cierta etapa
de mi vida, ya lejana, siempre tuve el problema de aparentar menos edad
que la real. Pero ya era grande. Tenía 16 años, es más, ya iba a cumplir
los 17.
Estaba entonces en el Colegio de Bachilleres, en Villa de
Seris, y recuerdo con toda claridad la imagen con la que me encontré al
entrar por primera vez al laboratorio de Química: una linda muchacha de
cabello güerito ondulado, camiseta blanca y pantalón de mezclilla, se
veía ensimismada acomodando algunos tubos de ensayo, junto al mítico
mechero de Bunsen. Pensé que era una alumna, pero mis esquemas se
rompieron cuando me di cuenta que en realidad era la maestra... o quizás
asistente del profesor... pero daba lo mismo, aunque se veía de nuestra
edad o casi, ella no formaría parte de mi vida cotidiana en la escuela,
a menos que tomara el camino de las Ciencias Naturales. Casi 30 años
después me vine a enterar que Alejandra era hija de Clarita.
Al año siguiente, en junio de 1980, logré por fin publicar mis caricaturas en el periódico El Sonorense,
mientras terminaba el Cobach, ahora en el plantel Reforma. Nunca supe
qué pasaba con mis trabajos, si gustaban o no, solo los llevaba al
periódico y hacía el trayecto a pie desde la calle Yáñez en el centro,
hasta la colonia Los Naranjos, Blvd. Transversal y Royal, muy cerca de
donde ya vivía Clarita, aunque por supuesto, ambos ignorábamos la
existencia del otro.
Sobrevino la huelga de los trabajadores de El Sonorense después de la muerte de Enguerrando Tapia y al tiempo vine a refugiarme al periódico Información, con mi entrañable maestro Abelardo Casanova. Conocí un ambiente del que ya no quise despegarme.
En
esa etapa aprendí las primeras nociones del diseño gráfico y a
principios de 1983 alguien me dijo que fuera a la Casa de la Cultura,
porque ocupaban un diseñador. Me llamó la atención esa posibilidad y fui
a unas oficinas de recursos humanos que estaban contraesquina del
Palacio de Gobierno, pero nunca supe cómo me fue con los exámenes.
En
el inter, Arturo Valencia me pidió que les ayudara con unos trabajos
atrasados, con la promesa de que si no me daban el puesto, me los
pagarían a destajo.
Pasaron los días sin que me llegara ninguna
notificación de Recuros Humanos y fui a preguntarle al contador, Jaime
Ruiz, cuál era el trámite para poder cobrar lo que ya había hecho. "¿Tú
eres Mario Rentería?". Abrió un cajón del escritorio y me entregó un
cheque de nómina que tenía varios días de haber salido. Ya era un
burócrata y ni me había enterado.
No fue inmediato, pero poco a
poco comencé a conocer a algunos grandes personajes, jóvenes y llenos de
la flama del verdadero compromiso de hacer bien las cosas sin que
importaran sueldos ni horarios: Marcelo Gaviña, Francisco González “El
Oso”, Miguel Galaz, Obdulia Pallanez, la temible administradora (pero
después nuestra muy querida Directora), Pancho Jaime, Rito Emilo Salazar
y tantos más, bajo la apacible dirección del Lic. Héctor Rodríguez
Espinoza, coordinador general de cultura en el Estado.
Me pusieron
en un restirador abandonado en un salón que parecía más bien una
bodega, junto a la maestra Evangelina Barreda. Terminé mi primer trabajo
y me comencé a aburrir, así que decidí salir a ver qué me encontraba en
las instalaciones de la Casa. Desde que salí al pasillo, escuché una
voz enérgica que discutía y bromeaba con uno de los empleados del
Cedart. Al bajar las escaleras ya me iba riendo por las ocurrencias de
la singular dama, que no era otra que Clarita Lucero.
No me detuve
a saludarlos, éramos desconocidos, pero descubrí la cafetería, un
ídilico lugar donde se crearon obras y proyectos fabulosos de esa época.
Sentado en la mesa de la esquina, con una soda, puse mi atención total
en la majestuosa aparición de una linda muchacha de cabello corto y
suelto que se abría paso entre las mesas con su bicicleta. Camiseta
guinda, pantalones tipo militar verde oscuro y huaraches toscos. Pensé:
“Eso es sexy”. Su apariencia seria y distante me sugirió que
probablemente era alguna artista y sí que lo era: bailaba en el grupo
Truzka. Pero además, Alba Clara era hija de Clarita.
Como ven,
esto es como una foto del mismo evento, tomada desde un ángulo distinto.
Cuando leo la narración de las vivencias de Clarita, aún en los sucesos
en los que no me tocó estar presente, me siento muy cercano,
completamente ligado a su historia.
No me interesa, porque en este
caso sale sobrando, desarrollar una tesis sobre “lo que nos dice la
autora” en sus memorias. Clarita nos aporta algo mucho más importante
que el análisis académico, no es importante en absoluto si maneja bien o
mal los tiempos, el desarrollo de la historia, las secuencias, si estáb
bien logrados el principio o el final.
El texto es ella.
Enérgico, vital, alegre, vivaz, reflexivo, atrabancado, juguetón, terco.
Y que me disculpen los académicos de prestigio: no voy a utilizar el
término “lúdico” para acercar al lector a esta obra.
Historia de un lucero
no se merece la reducción a meros lugares comunes, porque nos recuerda
algo que esta generación con licenciatura en Artes, becas y comunicación
digital ha olvidado por completo: el porqué un artista crea.
Clarita
no estudió ninguna maestría para aprender de los grandes escritores.
Ella convivió con los grandes escritores de Sonora y vio de primera mano
cómo vivían, cómo sufrían, qué motivación tenían para sublimar la
adversidad en obras de arte.
Clarita no tomó clases de música ni
de pintura. Aprendió directamente de la convivencia con músicos y
artistas plásticos. Los conoció, absorbió los conocimientos sin que
fuera nunca ese su propósito. Ella valoró la fuerte carga emocional de
la bailarina después de la función, porque fue testigo de ella. Lo vivió
con su hija, con Beatriz Juvera, con todas sus hijas e hijos adoptados
en la Casa de la Cultura.
Clarita escribe con sencillez, porque no
se necesita el rebuscamiento ni la metáfora cuando se tiene algo
importante qué decir, como el transmitir la experiencia a la generación
que sigue, como en las más puras tradiciones nativas.
Es Historia de un lucero una
visión similar a la de Jesusa Palancares, la protagonista del memorable
libro de Elena Poniatowska, “Hasta no verte, Jesús mío”. Con una
diferencia: Jesusa no tenía esperanza y era conciente de que no había
futuro ni salida, ni para ella ni para su descendencia. Clarita no solo
superó un entorno adverso, sino que le dio futuro y esperanza a su
descendencia. Una gran lección: uno mismo elige el rumbo de su propia
vida.
Clarita nos enseña que si cerramos la puerta al asombro y la
curiosidad, nunca sabremos como hombres y mujeres todo lo que somos
capaces de lograr si nos olvidamos de vivir como seres quejumbrosos y
oxidados, para vivir en el presente; disfrutar el milagro de cada nuevo
día, sin más pretensión que la de gozar y permitir que el sabroso jugo
de esa fruta llamada Ahora corra por nuestros brazos, como niños que se
asombran cuando ven el mar por primera vez.
Así que en vez de
hacer una reseña crítica, prefiero agradecerle a la vida el haber
conocido a Clarita y poder abrevar directamente de sus anécdotas,
manifestarle mi afecto con un abrazo más allá de todas las dimensiones y
expresarle mi gratitud a su nieta Cinthia por haberle preguntado cuándo
y dónde nació. Y a Alejandra y Alba Clara, mi respetuosa admiración. La
historia seguirá.
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Texto leído durante la
presentación del libro Historia de un lucero, miércoles 23 de abril de
2014, en la terraza de la Casa de la Cultura, Hermosillo, Sonora.
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